Saturday, March 9, 2013

El comisario del inframundo

Repleto de salivazos avanza el demonio de chaqueta. Coge a sus víctimas del cabello o del cuello. Susurra a sus oídos antiguos pecados olvidados, resucita recuerdos con su máquina mental. Presiona play y comienza el desfile de imágenes degradantes, crueles, patéticas o de indiferencia. El individuo apresado a veces llora ante la evidencia; otras, simplemente mira fijo, sin pizca de arrepentimiento. Inmutables hasta que comienzan a arrancar sus orejas con pinzas, lentamente. Ahí comienzan los gritos espantosos, inenarrables. Los oídos en verdad se parten. Pero yo debía mirar, no sé por qué, tales procedimientos. Una voz gruesa y granulosa salía de la garganta del demonio enchaquetado. No había odio en su mirada, sino más bien tedio, como si llevara repitiendo los mismos procesos desde hace milenios. Era tras Era lo mismo. Caras distintas, pero atrocidades similares. Allí se encontraba Ximena, sin recordar nada (pues sólo recordaban sus culpas al presenciar sus actos pasados), vestida con elegancia, un dulce para la ojos; botas ajustadas, pantalones de cuero, blusa de encaje, y un perfil romano enmarcando sus ojos rasgados, incaicos, prestos a ser cegados con un fierro ardiente. Al demonio no le tembló la mano. Después de los intolerables chillidos y gritos que se transformaron en oraciones y en un murmullo final apenas perceptible, después del hedor de sus orines y sus heces, la miré largamente. Y supe que no había justicia en el dolor, supe que el demonio enchaquetado era un trickster, un engañador, un sofista como Loki o Tezcatlipoca. Y supe que alguien tenía que matarlo, y ese alguien tenía que ser yo. Pero las circunstancias eran desfavorables. En el pasillo de los calabozos estaba yo, y no podía distinguir una organización lógica de las habitaciones. No era un laberinto sino más bien un desorden de estructuras asimétricas a construidas con ladrillos. Algunas puertas estaban enrejadas, otras no. El Demonio, juez y carcelero, se paseaba con su fierro ardiente, contándome las historias (¿Estaba justificándose? ¿Tienen los demonios cargos de conciencia?) de los seres que había traído al inframundo. Conforme hablaba, me fijé en sus rasgos; eran bastante humanos, piel delgada con arrugas, rostro delgado, ojos muy azules, blanca barba mal afeitada. Aunque a veces parecía que sus ojos fueran inmensos y muy juntos y oscuros; entonces, temblaba. En un momento comencé a sentir que realmente se estaba justificando; que no estaba tan seguro de su potestad; que temía, en el fondo de su ser, la falencia del sistema que él encarnaba. De entre los aullidos y quejidos, pude localizar algo como un insecto golpeándose contra el suelo, una y otra vez. Esos ecos recorrían el pasillo circular y mohoso, a la vez que un tumulto de ciempiés emergía desde una grieta. Incesante parecía ser el tic-tac-clac; a espacios de 10 o más segundos se repetía. Me paré frente a una celda iluminada con una antorcha para ver toparme con el origen del molesto ruido: un antiguo enemigo, hombre brutal y abusivo, había extraído cada uno de sus dientes con sus propias manos para luego lanzarlos, uno a uno, al suelo de flexiglás blanco. -Estoy en un hospital de Santiago de Chile- pensé, -en una urgencia. Pero no, pues el Demonio de chaqueta seguía ahí, y miraba mi asombro, o mis facciones delatando el cambio sufrido en mi mente tras el horroroso paseo. Dimos tres vueltas a la instalación, o sea varios kilómetros de plática. Sentí que llegaba a conocerlo, que lo entendía. Empatía le dicen a eso. Dimos tres vueltas y al empezar la cuarta, volvimos a pasar por la celda de Ximena. Sus ojos quemados, su llanto silencioso, las ampollas en su piel, las laceraciones en su espalda, me obligaron a arrebatarle el fierro a aquel demonio canoso (ignorando nuestro amable coloquio) para atravesar con un certero golpe su plexo solar.